sábado, 10 de abril de 2021

Orando en la oscuridad 1

  






    Le dio rabia y le entró como una especie de asco cuando la vio temblar sólo porque le había echado cuatro gritos. Había llegado a unas alturas en que se encontraba visiblemente cansado. Era como si todas sus frustraciones juntas estuvieran apaleándole al tiempo. Sentía literalmente al apaleador siguiéndole los pasos a cualquier parte que fuera y con la paleta golpeándole el dorso a cada instante. Era hijo de unos ignorantes ¡sus padres! Toda la vida trabajando para aquello. Cierto es, que vivían cómodamente. Habían por fin, después de siglos de explotación de su propia generación y de las anteriores, adquirido un buen piso, en una zona centro...Cualquier vecino del pueblo era testigo de que él vivía todavía de sus padres, incluso estando su padre muerto; Pero el viejo había dejado todo bien amarrado. Un día pondría una bomba en el portal y haría saltar la calle por los aires... Vivían con un pasar, ¡sus padres! ¡menudos ignorantes! Ahuchar, ahuchar, eso es lo que habían hecho toda la vida, en vez de invertir en su educación. Y ¿para qué? Para comprar alfombras.  Hasta en el salón había una alfombra persa. Alfombras y lámparas de cristal, para que se hiciese todavía más rico el de la mueblería del bajo comercial que ocupaba la mejor esquina de la calle, y metros y metros cuadrados de lujo que nadie se podía permitir. Tarde o temprano lo pagarían... Si todos los pisos de la calle eran iguales por fuera y por dentro. Si todo era un quiero y no puedo. Unos egoístas, eso habían sido sus padres. Nunca se habían preocupado mucho ni del porvenir de su hijo ni de su educación. Él podía haber sido cualquier gran cosa importante. Un hombre clave en la política en un momento histórico clave como aquel, momento de reconstrucción democrática, momento de prosperidad. Tenía voluntad, tenía carácter de lucha. Pero nunca había podido estudiar. Lo mismo que aquella mujer que no se le despegaba ni a sol ni a sombra, tampoco había podido estudiar la infeliz, ni habría valido para ello. Él era diferente. La sabiduría se filtraba hacia sus entresijos neuronales desde algún lugar supremo. Era como si tuviere un tercer ojo, como si la... Providencia, le hubiese elegido a él, por alguna causa. Su madre era mucha madre. Siempre la había visto rezando el rosario durante horas. Una mujer de tan sobria elegancia, piadosa y humilde tenía por descontado que haber obtenido alguna recompensa del Altísimo, entonces, qué menos que haber alumbrado a un hijo superior. ¿Por quién rezaba su madre si no era por él?...Había humillado a su madre, decepcionándola, incluso levantándole la voz muchas veces. Él la había humillado. Ahora lloraba. Luego, arrojaba a gritos de la callejuela, a aquella mujer que le seguía por todas partes; Pero no le servía de nada. No se la sacaba ni con agua hirviendo. Y él no tenía dinero propio, el que obtenía haciendo algún que otro trabajillo esporádico no le duraba nunca mucho. Y a su madre, todavía tenía vergüenza, no iba a pedirle una asignación, lo más que se atrevía era a sisarle algo de la vuelta cuando le mandaba a por las compras. Aquella pobre no tenía la culpa de su propia amargura. Ella no le seguía por dinero, lo sabía bien, era por algo mucho más incómodo, era por amor. Aunque posiblemente sólo fuera por compañía. Era una mujer que estaba muy, muy sola. No tenía ni siquiera amigas, y bebía demasiado.

    Ese día se habían visto en una callejuela medio escondida entre el barrio nuevo y el antiguo. Y la vieja y sombría callejuela que llevaba a un taller de carpintería casi siempre cerrado, por lo menos a aquellas horas de la mañana, y que  acababa en los descampados que subían hacia la montaña, les servía a los dos para refugiarse de miradas indiscretas, miradas ajenas. Aquella mujer no tenía la culpa de un momento de debilidad suyo. Era un hombre. Tampoco tenía él la obligación de atenderla cada si y cada no, como si fuese de vez en cuando, como si hubiese firmado una subscripción con una entidad editorial, sólo porque se conocieran el día aquel en que ella casi se descalabra, y él caballerosamente hubo de acompañarla a ella y a su hijo hasta la misma casa de ella. Y sólo porque días más tarde al salir del bar coincidiera con ella, en penas, calores etílicos y sahumerios de tabaco... Aquella mujer era la antítesis de su santa madre. Aquella mujer vivía en un cuchitril, mientras él tenía el buen piso de sus padres. Por algo, por algo le seguía y no se despedía de él. 

   A veces, reconocía dejarse llevar de la violencia. Lo mismo le gritaba a su madre que a la Virgen Santísima. Pero aquella mujer, podía llevarle a la exasperación, aunque luego acabaran en la misma cama. Era delgada y frágil. Sólo el alcohol parecía dotarla de fuerza y tono muscular, desinhibición y calor entre los muslos. Su pelo bruñido y negro, su larga melena ondulada olía siempre bien, como la hierba fresca  bajo el calor del verano. Su pequeña casa estaba siempre limpia. Era un espacio humilde recientemente encalado, y  albergaba tan sólo los estrictos enseres necesarios. La televisión estaba en el cuarto del niño. A ella no le gustaba la televisión. El niño se quedaba dormido viendo la televisión mientras ellos podían estar juntos después de haber entrado a hurtadillas hasta el cuarto de ella. Entonces él, la trataba bien, dulcemente, y también le hacía prometerle que no le seguiría más por la calle, aunque aquella fuese la última vez que yacían juntos, Qué él era libre, que él nunca le había pedido un compromiso. Que cuidara de su hijo, que él la ayudaría con lo que fuera aunque no fuera hijo de él. Que comprendiera que no podían mezclarse hasta hacerse inseparables, que si quería matar a su madre de un disgusto, después de la pérdida reciente de su padre, solo le faltaba eso a la pobre. Que claro que quería tener nietos su madre; Pero nietos propios, no de verte tú a saber quien. 

   Entonces callaban los dos. Oía en el silencio la respiración del niño el cual dormía plácidamente en la otra habitación. Al día siguiente sería domingo. Él saldría de madrugada sin dejar que el niño le viera. Y luego regresaría llevando unos cruasanes, para desayunar  los tres juntos, él, con la mujer y el niño. El niño no tenía la culpa. Se veía a si mismo en aquella tierna edad, un poco reflejado en el chavalín de 11 años, cuando llegaron desde el pueblo aldea al pueblo ciudad, sus padres, él y su hermana.  Conocía al niño junto a su madre desde que el muchachito tendría unos nueve. Era un niño que no tenía muchos amigos, callado y serio, como acomplejado. Los otros vecinos del pueblo no querían que sus propios hijos anduvieran con un hijo de donnadie. Una razón más para que él tomara venganza y pusiese una bomba. Algo se le enternecía entonces por dentro. Una pena profunda le embargaba el alma y casi tenía ganas de llorar. Apagaba el cigarrillo.

_ ¿Qué te pasa? _ Preguntaba la mujer somnolienta.  La cabeza pequeña de la mujer, melena desparramada en la almohada,  yacía apoyada en su brazo dejándole la extremidad dormida.

 _ No es nada. Se me ha metido un poco de humo en  un ojo, y ahora me escuece. Voy a dormir. Entonces, apagaba el cigarrillo y  volviéndose de espaldas lo intentaba, intentaba dormir.


      Se despertó y con los ojos medio asustados lanzó una misma mirada a ambos lados de la cama buscando a  la mujer. No sabía muy bien en qué cama, en qué habitación se encontraba, hasta que pudo ubicarse y reconoció en las sábanas la textura propia y el olor del jabón que usaba su madre para lavar. La habitación parecía demasiado oscura. El aire que respiraba era terso, la oscuridad tupida y suave típica de las noches frías le hicieron sentir que todavía tenía sueño. Un perro ladraba al final de la calle, obediente a la voz del amo se calló pronto. Al rato, la lejana tormenta que el animal había percibido bramaba desbocándose con gran aparato sobre los primeros edificios del pueblo. El hombre, metido en la cama, arrepentido de no haberse echado una manta más encima, pensó en Sodoma y Gomorra. En su duermevela, aquella mujer tan pronto parecía uno de los ángeles...Serían ángeles, aunque lo más posible fue que fueran jóvenes...Uno de los ángeles que visitaron a Lot para avisarle de que se pusiese a salvo porque la ciudad en la que vivía él con su familia sería desbastada, destruida por completo con hielo y fuego...Como... Sin llegar a caer rendido, se dio el hombre la media vuelta en su lecho. La ventana tiritaba ante los empujes de las ráfagas violentas de aire que una nueva ciclogénesis levantaba a doquier. Luego escuchó como el ruido de cascabeles, y era el chaparrón en plena noche repiqueteando contra los cristales y la media persiana levantada. Su cuarto daba al Noroeste. Entonces pasó un coche por la general, y entre el relampagueo de los faros entrando por debajo de la media persiana levantada y el ruido de cascabeles, la vio de nuevo a ella como en sueños, bailando seductora primero, libidinosa después, y pidiendo la cabeza de alguien al posar sus sensuales labios en los suyos, antes de meterle la lengua hasta la laringe para impedirle gritar.  

   

    Fue la lluvia copiosa y fría, y su ritmo repetitivo y constante, amenizado de vez en cuando de algún trueno redondo y sonoro allende tierra a dentro, lejos del Camino Alto, lo que acabó consolándole. Lluvia cuya especie de persistente pureza, ya desde niño le calmaba. Luego por la mañana sería domingo, nadie tenía nada que hacer, el domingo a esas horas la gente aún no habría asomado los ojos, más cuando habían quitado la misa de las siete y media. La misa de las siete y media... Se despertó. Suspiró al acordarse de pronto de aquella mujer joven, la que aparecía en sus pesadillas de adulto.

  Se levantó. Y después de las obligadas abluciones, todavía en pijama, se sirvió café de la cafetera y lo metió en el microondas... Rubia caramelo, del color de aquel muchacho, su difunto hermano, pero alta, esbelta, orgullosa... 

  ¿Quién se creía que era para despreciarle a él? Tres años levantándose de madrugada para no faltar a la primera misa, tres años de piadosa adoración a  aquella virgen viviente de carne y hueso para descubrir que, como todas, era un demonio de vanidad y lujuria, de hipocresía  e interés... Echó el trago de café sin haberle dado vueltas con la cucharilla y casi se quema. Un café solo por las mañanas y entraba en las prisas de vestirse mientras su cerebro, otra vez, se ponía a cien: Quitaron la misa porque solo iban cuatro pelagatos, bueno, cinco, tres viejos marineros, ella y yo. Claro que luego estaba el cura, y las monjas, haciendo un montante en total de unas quince personas las que asistían al oficio. No se hacía un buen cepillo. No merecía la pena. Pero me ha venido bien la misa de vísperas, una misa que tampoco es multitudinaria. Y a mí, que nunca me ha gustado madrugar. Además a esas horas tampoco hay mucha gente en la calle. ¡Mejor! No me apetece encontrarme con nadie.


   Muchas veces, demasiadas, sentía como si cualquiera pudiese leer en su cara, todas y cada una de las decepciones que le había dado la vida. Las mujeres le habían plantado, alguna incluso en el propio altar... Y eso había recibido, calabazas, sistemáticamente, desde su juventud. ¡Si el hubiera sido alto y de buena planta! 

   Tampoco había empresa fuerte, o taller de utilidad que no le hubiese rechazado para trabajar. Sabía de todo; pero no rendía en nada. La palabra oportunidad no existía para él.

   Salió a la calle, aún sin tener ganas de encontrarse con nadie... Rezar, había rezado. Durante tres años no había faltado a la misa diaria ni un solo día. Luego, a la salida, después de estirar un poco las piernas solía volver sobre las nueve de la mañana a casa. Y ese domingo sería igual; Pero sin misa. Encontraba a su madre, ya mayor, haciendo el desayuno. Entonces desayunaba con ella, aunque no cruzaban una palabra, y luego se volvía a la cama hasta las doce o las tres, según lo que le apeteciera dormir. Recordaba que, cuando quitaron la misa de la mañana, aquello le vino estupendamente y le ayudó a albergar nuevas ilusiones.

   Al anochecer había esperado fiel  a la salida, y sólo por  ella, la cual solía asistir  a esa misa por la tarde. Eran amigos. A ella le gustaba explicarle La Palabra. Se habían conocido el día del funeral del hermano de ella, aquel joven loco del color de un pirulí pegajoso, rubio, con las mejillas siempre de color bermellón, y que se había quitado la vida arrojándose de un andamio al vacío. Habían pintado juntos, paredes, carpinterías, fachadas. Ella sólo podía conocerle a él de vista, de haberle visto con su hermano. De eso que aquella joven se hubiese hecho medio monja, casi una penitente. Decía que era pecado suicidarse, que su pobre hermano quizá había estado poseído y que, aunque no se le había negado la cristiana sepultura, ella tenía que rezar por él todo lo que pudiera. Entonces,  mientras luego le explicaba La Palabra, al tiempo se dejaba acompañar hasta la puerta de su casa. Y así cada día, durante al menos año y medio. Hasta el día en que él se declaró una noche de verano, después de haber caminado la ida y la vuelta  del espigón del puerto, que era bien largo, por partida doble; Después de contemplar juntos como el sol sediento al final de la larga jornada se hundía en el agua de la ría. Y ella rompió a reír. No sólo se conformó con rechazarle, que se había reído de él, reído, con todas las letras.  De cualquier manera, fuera como fuera, o hubiese sido como fue, se sentía tan sumamente desgraciado, que una vez de vuelta a la cama todavía caliente, con el desayuno de tenedor confortando su miserable estómago, allí quería quedarse para no volver a levantarse más, con el único deseo de escuchar un ¡Bum! lejano, y que a él no le pillara, mientras todo saltaba por los aires.  

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