Había empezado un lunes, terminó un jueves. El miércoles un vecino mayor, bastante torpe le pegó sin querer una patada a uno de los botes que tenía con brochas sumergidas en aguarrás. Se puso perdida. Bajó la hija, y le reclamaba el precio de un pantalón nuevo para su padre.
_ ¡Y dale gracias que no se ha resbalado y caído rompiéndose una pierna!_ Escandalizó la mala pécora. Hasta que bajo la esposa del caballero afectado, y le dijo a su hija que ya estaba bien de escandalizar, que si algo le sobraba a su padre eran pantalones, y que dejara al pobre muchacho terminar lo que estaba haciendo.
El jueves por la mañana pronto la desagradable experiencia del día anterior le impulsó a terminar el arreglo de la puerta fuera como fuera. Faltaba ya darle la última capa. El barniz preliminar dado de base, había secado muy bien gracias al frío de las noches. Pero pintar con barnices carpinterías de una fachada sur, expuesta durante la mayor parte del día a un sol de plano, dificulta el secado, y eso es lo que no sabían aquellos ignorantes. Pero el cielo había sido benigno con él, y esa mañana incluso lloviznaba. No estaba mal. Volvió a asentar la escalera. El dueño del Charles, el bar de los futboleros, sito justo enfrente, al otro lado de la carretera, pasó sobre las diez a abrir su negocio.
_ Me gusta cómo te está quedando.
_ Tarde abres hoy.
_ Cada vez hay menos obreros que te vengan a tomar el café y el chupito de la mañana, o necesiten comprar la cajetilla en la máquina... ¿Te acuerdas cuando abríamos a las siete?
_ Me acuerdo, me acuerdo....Échame una mano anda. Ayúdame a calzar bien esta escalera.
El dueño del bar, antiguo jefe, le echó una mano.
_ Ya está segura... Pues nada, que ahora ¿para qué va uno a madrugar? Ya no merece la pena abrir a esas horas. En la calle no hay más que jubilados. Y para aguantar al trastornado ese del Ramonín, que no te deja más que lo que cuesta un café, y se tira ahí leyendo el periódico gratis toda la mañana, levantándose cada sí y cada no para ir al servicio, por lo de la próstata... Pues ¿no tiene la casa en frente?
_ El otro día se meó en el ascensor. Que no quiere llevar pañales le dice a la mujer....Y le está saliendo caro a la comunidad, que no sabes cómo ha subido la factura de la luz, todo el día con el ascensor para arriba y para abajo._ Y de arriba a abajo pasaba él su brocha.
_ Malo es llegar a esas edades, con lo de la próstata. Y si estás como una chota peor... Sordo como una tapia, y loco como una cabra._ El dueño del bar se echó a reír._ ¿No sabes el otro día?...Esa muchacha colombiana que vive en el cuarto, justo en cima del bar; pero en el cuarto, a la altura del Ramonín ese, tu vecino... La que está cuidando a los señores de Alonso... Deben dar justo frente a frente los balcones... La oigo que grita.._ El hombre se partía de risa contándolo.
...Yo estaba limpiando la cristalera por fuera, y va la oigo que le grita ¡Oiga usted! ¡Como vuelva a hacer eso llamo a la policía!
_ ¿Qué estaba haciendo el chalao ese?
_ Miro para arriba, y veo al Ramonín que estaba medio asomado a la terraza, que se da la media vuelta y debió de meterse corriendo para casa...Yo desde abajo no le podía ver. Así que al recoger las cosas de limpiar tuve la suerte de ver a la muchacha que al poco bajó a la calle, y voy y le pregunto. ¡Ufff! ¡Jajajá!
_ ¿Tan divertido es? Acaba ya, que quiero terminar esto hoy.
_ Y va y me dice que el Ramonín estaba pingándose sobre la barandilla de la terraza y sacando una pierna por fuera. Se lo cuento a la mujer...Si tienen como noventa años cada uno... ¡O más! ¡Ciento ochenta suman entre los dos!
Ya me puso de mala leche._ ¡Pero ¿Acabarás?! _ Le grité.
Mi antiguo jefe hipaba de risa._ Que dice la mujer que cada está así, amenazando con tirarse por el balcón. Pero que no pasa nada, que ella no hace caso... No caerá esa breva._ El dueño del bar suspiró._ Unas risas para empezar el día nunca vienen mal._ Bueno. Voy a abrir... Lo que me pasma es la tranquilidad con que la mujeruca me contestó. Mientras que a la otra pobre, a la colombiana, casi le da un infarto.
Sobre las doce, ya iba a retirar la escalera, cuando veo que El Beato baja por la calle._ Y ¿Esa escalera?_ Me pregunta._ Buenos días, lo primero._ Le respondo._ Buenos días, buenos días._ Me con testa._ Bajo de la Iglesia de San Martín. Estamos limpiando el templo por dentro. Ya sabes que ha estado medio abandonado. Le he pedido permiso al párroco para adecentarlo para el culto. Y me ha hecho entrega de la llave._ Me parece muy bien; Pero yo no...Yo no puedo._ Musité._ No te preocupes. ya tengo gente que me ayude; Pero esa escalera nos vendría de rechupete._ Iba yo a contestar que no era mía, cuando en ese momento empezamos a oír el ulular de sirenas y sirenas, de ambulancias, dos o tres, y coches de la policía municipal abriendo paso, subiendo por la general._ ¿Qué es eso?¿Qué habrá pasado?_ Se preguntó El Beato palideciendo._ Espero que sea sólo un simulacro._ Me atreví a aventurar._ Pues ha tenido que ser un accidente gordo...¿No habrá sido un autobús? ¡Dios no lo quiera!
_ ¿Qué pasa?
_ ¿Qué barullo es ese?
_ ¿Qué habrá ocurrido?
Los curiosos salían de los comercios con cara de muchas preguntas. Nuestro pueblo era un pueblo tranquilo. _La gente se arremolinó en la calle. Y entonces, el dueño del Charles asomó de su local y soltó la noticia como una bomba en medio de la acera._ Estaba oyendo la radio. ¡No me lo puedo creer! ¡Esos hijo putas!...Ha sido un atentado.
_ ¡Un atentado!_ Gritó la gente.
_ ¡Hijos de puta! ¿No tienen bastante con su País Vasco? ¡Pues que se queden allí!_ Dijo alguien.
Luego por la noche le dio rabia y le entró como una especie de asco cuando la vio temblar, a su pobre beoda, sólo porque le había echado cuatro gritos. Había llegado a unas alturas en que se encontraba visiblemente cansado. Era como si tantas frustraciones juntas estuvieran apaleándole más que nunca. Sentía literalmente al apaleador siguiéndole los pasos a cualquier parte que fuera y con la paleta golpeándole el dorso a cada instante. Era hijo de unos ignorantes ¡sus padres! Toda la vida trabajando para aquello. Cierto es que vivía cómodamente. Habían por fin, después de décadas de auto explotación de sus propias personas, y de sus hijos, haciendo lo que sus antepasados habían hecho por generaciones rompiéndose el espinazo, lo habían conseguido, adquirido un buen piso en una zona centro...Cualquier vecino del pueblo era testigo de su fracaso. Un día pondría una bomba en el portal y haría saltar la calle por los aires... Cierto era que vivían con un pasar, ¡sus padres! ¡menudos ignorantes! Ahuchar, ahuchar, eso es lo que habían hecho toda la vida, en vez de invertir en su educación. Y ¿para qué? Para comprar alfombras. Hasta en el salón había una alfombra persa. Alfombras y lámparas de cristal, para que se hiciese todavía más rico el de la mueblería del bajo comercial que ocupaba la mejor esquina de la calle, y metros y metros cuadrados de lujo que nadie se podía permitir. Tarde o temprano lo pagarían... Si todos los pisos de la calle eran iguales por fuera y por dentro. Si todo era un quiero y no puedo. Unos egoístas, eso habían sido sus padres. Nunca se habían preocupado mucho ni del porvenir de su hijo ni de su educación. Él podía haber sido cualquier gran cosa importante. Un hombre clave en la política en un momento histórico clave como aquel, momento de reconstrucción democrática, momento de prosperidad. Tenía voluntad, tenía carácter de lucha. Pero nunca había podido estudiar. Lo mismo que aquella pobre mujer que últimamente no se le despegaba ni a sol ni a sombra, tampoco había podido estudiar la infeliz, ni habría valido para ello. Se habían conocido el día en que a su hijo se le coló la pelota en la huerta. Vio al niño bajar por un camino casi vertical, tan empinado que desde abajo le parecía a uno como si el terraplén se le fuera a venir entero en cima, abierto por algún hurón, porque sólo entraba por ahí un niño, o un hombre chiquitín. Esa vez me alegré en lo profundo de no ser un hombrón, y allí me metí entre matorrales y piedras a salvar a aquella pobre. Y ella había bajado detrás de él porque el niño era pequeño todavía, entonces igual tendría seis o siete años. Ella, la madre, angustiada, se medio descalabró. Tuve que ayudarla porque ni bajaba ni subía. Vi que se había medio matado y tenía sobre todo las piernas llenas de magulladuras. La acompañé a su casa para curarse. Vivíamos bastante cerca. Y luego una cosa llevó a la otra. Ella decía estar enamorada de... Pero yo...... Él era diferente. La sabiduría se filtraba hacia sus entresijos neuronales desde algún lugar supremo. Era como si tuviere un tercer ojo, como si La Providencia, le hubiese elegido a él, por alguna causa. Su madre era mucha madre. Siempre la había visto rezando el rosario durante horas. Una mujer de tan sobria elegancia, piadosa y humilde tenía por descontado que haber obtenido alguna recompensa del Altísimo, entonces, qué menos que haber alumbrado a un hijo superior. ¿Por quién rezaba su madre si no era por él?...Había humillado a su madre. Él la había humillado. Ahora lloraba. Luego, arrojaba a gritos de la callejuela, a aquella mujer que le seguía por todas partes. Se habían visto en un lugar poco frecuentado, no muy lejos entre el barrio nuevo y el antiguo. Y la vieja y sombría callejuela que llevaba a un taller de carpintería casi siempre cerrado, por lo menos a aquellas horas de la mañana, y que acababa en los descampados que subían hacia la montaña, les servía a los dos para refugiarse de miradas indiscretas, miradas ajenas. Aquella mujer no tenía la culpa de un momento de debilidad suyo. Era un hombre. Tampoco tenía él la obligación de atenderla cada si y cada no, como si fuese de vez en cuando, como si hubiese firmado una subscripción con una entidad editorial, sólo porque un día al salir tarde del bar coincidiera con ella, en penas, calores etílicos y sahumerios de tabaco. Aquella mujer era la antítesis de su santa madre. Aquella mujer vivía en un cuchitril, mientras él tenía el buen piso de sus padres. Por algo, por algo le seguía y no se despedía de él.
A veces, reconocía dejarse llevar de la violencia. Lo mismo le gritaba a su madre que a la Virgen Santísima. Pero aquella mujer, podía llevarle a la exasperación, aunque luego acabaran en la misma cama. Era delgada y frágil. Sólo el alcohol parecía dotarla de fuerza y tono muscular, desinhibición y calor entre los muslos. Su pelo bruñido y negro, su larga melena ondulada olía siempre bien, como la hierba fresca bajo el calor del verano. Su pequeña casa estaba siempre limpia. Era un espacio humilde recientemente encalado, y albergaba tan sólo los estrictos enseres necesarios. La televisión estaba en el cuarto del niño. A ella no le gustaba la televisión. El niño se quedaba dormido viendo la televisión mientras ellos podían estar juntos después de haber entrado a hurtadillas hasta el cuarto de ella. Entonces él, la trataba bien, dulcemente, y también le hacía prometerle que no le seguiría más por la calle, aunque aquella fuese la última vez que yacían juntos, Qué él era libre, que él nunca le había pedido un compromiso. Que cuidara de su hijo, que él la ayudaría con lo que fuera aunque no fuera hijo de él. Que comprendiera que no podían mezclarse hasta hacerse inseparables, que si quería matar a su madre de un disgusto, después de la pérdida reciente de su padre, solo le faltaba eso a la pobre. Que claro que quería tener nietos su madre; Pero nietos propios, no de verte tú a saber quien.
Entonces callaban los dos. Oía en el silencio la respiración del niño el cual dormía plácidamente en la otra habitación. Al día siguiente sería domingo. Él saldría de madrugada sin dejar que el niño le viera. Y luego regresaría llevando unos ensaimadas o unos emparedados, para desayunar los tres juntos, él, con la mujer y el niño. El niño no tenía la culpa. Se veía a si mismo en aquella tierna edad, un poco reflejado en el chavalín que ya había cumplido los nueve años, cuando llegaron desde el pueblo aldea al pueblo ciudad, sus padres, él y su hermana. El niño y su madre se habían mudado desde la casa de la abuela materna, una que había sido de las mejores casas de las afueras del pueblo, ahora muy abandonada, a esa pequeña cada del pueblo viejo. La mujer sólo tenía a su madre y a un hermano, la madre con un alcoholismo en tercer grado, el hermano borracho conocido y una mala persona. El niño había vivido muchas movidas. Era un niño que no tenía casi amigos, callado y serio, como acomplejado. Los otros vecinos del pueblo no querían que sus propios hijos anduvieran con un hijo de donnadie, nieto de una desgraciada venida a menos. Una razón más para que él tomara venganza y pusiese una bomba. Algo se le enternecía entonces por dentro. Una pena profunda le embargaba el alma y casi tenía ganas de llorar. Apagaba el cigarrillo.
_ ¿Qué te pasa? _ Preguntaba la mujer somnolienta. La cabeza pequeña de la mujer, melena desparramada en la almohada, yacía apoyada en su brazo dejándole la extremidad dormida.
_ No es nada. Se me ha metido un poco de humo en un ojo, y ahora me escuece. Voy a dormir. Entonces, apagaba el cigarrillo y volviéndose de espaldas lo intentaba, intentaba dormir.
Después de desayunarse podían ir a dar una vuelta por la playa, y luego jugar un poco con la pelota de futbol.
Aquella mañana entre febrero y marzo brillaba con fuerza el sol invernal desplegándose ansioso sobre un luminoso techo azul, el techo que prometía abrirse pronto a una pronta primavera. Hacía frío. Se subió el cuello del anorak y metió las manos en los profundos bolsos que se abrían verticales en los costados. A pasos largos, con sus piernas cortas, se alejó del portal donde vivían la mujer y su hijo. En un minuto cuesta abajo salía a la calle principal. En uno de los lados de la calle, curiosamente donde más daba el sol, brillaba una fina escarcha sobre todos y cada uno de los coches aparcados en batería; Más de uno habría tenido problemas para arrancar. Pero era domingo, nadie tenía nada que hacer, el domingo a esas horas la gente aún no había asomado los ojos, más cuando habían quitado la misa de las siete y media. La misa de las siete y media... Suspiró al acordarse de pronto de aquella mujer joven rubia caramelo, del color de su difunto hermano, pero alta y esbelta, orgullosa. ¿Quién se creía que era para despreciarle a él? Tres años levantándose de madrugada para no faltar a la primera misa, tres años de piadosa adoración a aquella virgen viviente de carne y hueso para descubrir que, como todas, era un demonio de vanidad y lujuria, de hipocresía e interés. Quitaron la misa porque solo iban cuatro pelagatos, bueno, cinco, tres viejos marineros, ella y él. Claro que luego estaba el cura, y las monjas, haciendo un montante en total de unas quince personas las que asistían a aquel oficio. No se hacía un buen cepillo. No merecía la pena. Así que luego le vino bien la misa de vísperas, una misa que tampoco era multitudinaria. Y a él, que nunca le había gustado madrugar, no le venía mal del todo. A esas horas siempre había poca gente en la calle. ¡Mejor! ya que no tenía ganas de encontrarse con nadie. Sentía como si cualquiera pudiese leer en su cara todas y cada una de las decepciones que le había dado la vida. Las mujeres le habían dado calabazas sistemáticamente desde su juventud. ¡Si el hubiera sido alto y de buena planta! Y no había empresa fuerte o taller de utilidad que no le hubiese rechazado para trabajar. Sabía de todo; pero no rendía en nada. La palabra oportunidad no existía para él. Rezar, había rezado. Durante tres años no había faltado a la misa diaria ni un solo día. Luego, a la salida, después de estirar un poco las piernas solía volver sobre las nueve de la mañana a casa. Encontraba a su madre, ya mayor, haciendo el desayuno. Entonces desayunaba con ella, aunque no cruzaban una palabra, y luego se volvía a la cama hasta las doce o las tres, según lo que le apeteciera dormir. Recordaba que luego, cuando quitaron la misa de la mañana, aquello le vino estupendamente para albergar ilusiones. Al anochecer había esperado fiel a la salida, y sólo por ella, la cual solía asistir a esa misa por la tarde. Eran amigos. A ella le gustaba explicarle La Palabra. Se habían conocido el día del funeral de su hermano, aquel joven loco del color del caramelo, rubio, con las mejillas siempre de color bermellón, y que se había quitado la vida arrojándose de un andamio al vacío. Habían pintado juntos, paredes, carpinterías, fachadas. Ella sólo podía conocerle a él de vista, de haberle visto con su hermano. De eso que aquella joven se hubiese hecho medio monja, casi una penitente. Decía que era pecado suicidarse, que su pobre hermano quizá había estado poseído y que, aunque no se le había negado la cristiana sepultura, ella tenía que rezar por él todo lo que pudiera. Entonces, mientras luego le explicaba La Palabra, al tiempo se dejaba acompañar hasta la puerta de su casa. Y así cada día, durante al menos año y medio. Hasta el día en que él se declaró una noche de verano, después de haber caminado la ida y la vuelta del espigón del puerto, que era bien largo, por partida doble; Después de contemplar juntos como el sol sediento al final de la larga jornada se hundía en el agua de la ría. Y ella rompió a reír. No sólo se conformó con rechazarle, que se había reído de él, reído, con todas las letras. De cualquier manera, fuera como fuera, o hubiese sido como fue, se sintió sumamente desgraciado. No quería recordar. Recordar era tan doloroso como si le clavarán un yunque en lo alto de la cabeza para luego seguir martirizándole golpeándole, un golpe tras otro, recuerdos que nunca se acababan de forjar, de hierro, y al rojo vivo. Estiró el cuello, siempre hundido entre los hombros. Sacó una mano del bolsillo. Se sobó los ojos. Ahora le picaban un poco. En el bolsillo del anorak debía de haber restos de picadura de tabaco que se habían desmenuzado y salido de su paquete. Definitivamente, se había levantado pronto, tan pronto que la panadería aún no había abierto y no pudo comprar ni emparedados ni ensaimadas. Posiblemente, no había dormido tanto como le habría gustado. Mejor sería irse a su casa, y dormir el resto...
¡Oh! Claro que él podía haber sido cantante. Recordó su feliz juventud, cuando el dueño del bar en que trabajaba le dejaba poner la música que el quisiera. Cuando aquello, era capaz de cantar. Sabía cantar. Podía seguir al más pintado. Víctor Manuel, Serrat- a Paco Ibáñez le reservaba para cuando se juntaban en la sede del partido en torno a la barra- Luego estaba también el inigualable Nino Bravo. Se decía que a ese valiente se le cargaron por lo de su conocidísima canción en el mundo entero: "Libre". La política y la canción nunca hicieron buenas migas. Cuando uno se mete seriamente en política el cariz del arte es distinto. Y a no ser que sea el que lleva la voz cantante ¿Cómo pueden fiarse los compañeros de uno que cante?